“Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contienda”. 1 Timoteo 2:8
Estas palabras se dirigen específicamente a los hombres. En los versículos siguientes, Pablo instruye a Timoteo sobre las mujeres (2:9–15); sin embargo, el apóstol escribe antes con respecto a los hombres.
‘Quiero…’, dice con autoridad apostólica. No es autoritarismo o mero capricho de un líder masculino; no se trata simplemente de dar órdenes. La autoridad de Pablo se origina en su experiencia de la vida, en su percepción de la voluntad y el carácter de Dios, la singularidad de Jesucristo y el alcance de la salvación.
Por eso el apóstol antes expresó sus razones. ¿Cómo es posible que mientras Dios está ansioso de que ‘todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad’ (2:4), los creyentes estemos preocupados, por ejemplo, por la herida que nos causaron, perdiendo el tiempo en discusiones frívolas, o preocupados por el ‘atavío’ que vamos a lucir hoy? No podemos dejarnos inmovilizar por enojos lastimeros, cuando es urgente suplicar para que podamos vivir ‘quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad’ (2:2).
Nuestra primera responsabilidad como hombres no es escribir tratados de teología, disertar sobre asuntos doctrinales o administrar la agenda de la congregación, sino orar.
Así se inicia el ejercicio de nuestro liderazgo espiritual, lo que a su vez da el perfil de la auténtica hombría. En el pueblo de Dios, hombre de verdad no es el que manda, domina, coordina… sino el que ora. ¡Cómo hemos distorsionado este orden de la autoridad! Este imprescindible fundamento litúrgico de la misión ha sido delegado mayormente en las mujeres.
Los hombres, contaminados por el concepto mundano de liderazgo, no asociamos liderazgo y oración. Pareciera que sentimos que orar reduce la talla y resta hombría. Creemos que la oración va mejor con las mujeres. Nosotros, los hombres, nos sentimos más realizados cuando presidimos o cuando nos sentamos detrás de un escritorio —no cuando oramos. Quizás esta es la causa más profunda de nuestra pobreza intercesora, para la que tan fácilmente encontramos justificación. Seamos sinceros: no es cuestión de que no me alcanza el tiempo; ¡lo que no alcanza es mi teología y, en consecuencia, mi hombría!
El mandato a orar se debe aplicar universalmente; no hay excepción alguna. En todo lugar hay necesidad de salvación. En todo lugar se precisa a Jesucristo como único mediador entre Dios y los hombres. En todo lugar quiere Dios que las personas sean salvas. El apóstol no insta a los hombres a orar simplemente por razones estratégicas o por temor a que se pierda el protagonismo masculino. Si estas fuesen las razones, sería más una cuestión de oratoria que de oración.
La fidelidad a la revelación bíblica protege la oración y también la nutre. Por el contrario, acomodar la expectativa bíblica adultera la oración. Por ejemplo, no podemos reducir el sentido de la vida sólo a ‘tranquilidad y paz’ (2:2). Leyendo atentamente descubrimos que el objetivo de la oración no es mera tranquilidad y paz, sino aquella paz que se vive ‘en toda piedad y santidad’. Así es como debe ser la oración ‘en todo lugar’: atenta a la revelación y a la realidad.
En ningún lugar podemos separar un aspecto del otro, porque se empobrece la oración. En algunos lugares, conformarnos con una aparente ‘tranquilidad y paz’ (por ejemplo, la que actualmente se ve en el ambiente universitario) apaga el fervor intercesor. Sería muy distinto si nuestra búsqueda fuese de ‘toda piedad y santidad’.
La expresión ‘en todo lugar’ posee hoy una singular importancia. Dios no es una mera deidad doméstica o cultural. Cuando se reduce a eso, la actitud característica del posmodernismo, que tolera cualquier ‘verdad’, reemplaza a la intercesión. Por el contrario, hoy se hace imperativa la oración sin límites, en todo lugar, para hacer frente a los efectos del pluralismo religioso, que ha dejado al ser humano en un estado de desamparo, desprovisto de convicciones válidas y seguras.
¿Qué hemos de hacer los hombres en todo lugar? Levantar ‘manos santas’. O, como traduce la Nueva Versión Internacional, ‘levantar las manos al cielo con pureza de corazón.’ Es decir, acompañar la oración con santidad. Sería absurdo ver en este texto pie para un debate sobre la postura que se debe adoptar al orar; esa forma de leer el pasaje es como mirar el dedo y no la luna a la cual el dedo apunta.
Si, como señala luego el apóstol, la debilidad típica de la mujer puede estar en el atavío y en la lengua, para los hombres puede estarlo en las manos. Las manos son el símbolo de nuestra identidad como hombres: ellas nos permiten hacer y deshacer, construir y destruir. Con las manos acariciamos y amenazamos; ellas dan y retienen. Las manos de los hombres son ‘su boca’. Sin manos, casi seríamos ‘sub–hombres’ o ‘medio hombres’.
El apóstol quiere que los hombres usemos las manos para hacer lo que más nos cuesta: pedir; quiere que las levantemos al cielo para hacer lo que más nos avergüenza: suplicar.
Levantar las manos —en otras palabras, orar— es una bomba contra la autosuficiencia. Por el acto de levantar las manos, reconocemos nuestra fragilidad e impotencia. Al orar admitimos que nuestro destino y el de la humanidad no están en nuestras manos.
Sin embargo, es justamente cuando oramos al Dios todopoderoso que nos volvemos seres útiles. Cuando oramos, nuestras manos están abriendo el espacio para el obrar de Dios. Estas manos se vuelven más eficaces si son santas, si son íntegras. El Señor ama este tipo de oración. Él no permite que, mientras una mano se levanta para pedir perdón, la otra se cierre para negar el perdón a otros. Dios no permite que mientras una mano se levanta para suplicar por sustento, la otra se vuelva mezquina ante la necesidad del prójimo. Él no permite que mientras una se levanta para rogar ser liberados de los tiranos, la otra tiranice en la casa o en la iglesia. El Creador nos dio dos manos y él quiere que estén de acuerdo; él se fija que nuestro corazón no esté dividido. Las manos que se levantan en oración han de ser santas, o sea, plenamente conectadas con Dios.
Sin duda, una de las más auténticas expresiones de ser hombre es orar con integridad de corazón.
La oración es útil cuando se hace sin enojo ni contienda. En primer lugar, la oración asegura que se cumpla la voluntad de Dios (2:3–4). Orar no es un canal por el que damos rienda suelta a la ira y a los argumentos que están en nuestro corazón. No podemos usar nuestra súplica para buscar venganza o sumar aliados. El Señor no permite que entremos en su presencia amargados. ¡Qué vulnerable es el amor propio del ‘macho’! Apenas alguien lo toca, responde con ira y disputa. Si el apóstol escribe que la oración debe ser ‘sin…’, es porque sabe que muchos hombres levantan las manos ‘con…’.
La oración ha de ser respaldada por la armonía comunitaria. Orar sin ira ni contienda permite una entrega libre, sincera, unánime y poderosa. ¡Qué forma revolucionaria de vivir la hombría!
Orar, en esencia, es tener comunión con el Dios santo, cuyos deseos y propósitos son promovidos por sus hijos en el acto de intercesión. Orar es más que recitar o presentar motivos, es más que ‘separar tiempo’ o construir estrategias. Es traducir nuestra teología en vivencia y misión.
La oración es una práctica indispensable para el siervo de Dios; más aún, es expresar la esencia de nuestra hombría. Por eso mismo, no es un acto que pueda divorciarse de la ética o armonía comunitaria.
Si anhelamos ver la presencia y la acción de Dios en nuestro medio, no tenemos otra alternativa sino orar. En última instancia, ¡es lo que de verdad importa!
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